Por: Hugo Oquendo-Torres
1
Su
cuerpo fue encontrado tres días después en el río. Ya su carne estaba descompuesta y despedía un
fuerte olor dulzón, penetrante. A Amado
lo habían decapitado y además le habían cercenado los testículos, los cuales
junto con una nota se los habían enviado a su esposa a la casa. Santiago me contó que la muerte de Amado fue
muy desgarradora, que no se merecía eso.
Eso fue lo que me relató él en la tarde que nos vimos en el café de Las
Torres de Bomboná. Mientras trato de
recopilar todo lo hablado con Santiago, la imagen del cadáver de nuestro amigo
no me deja de rondar la cabeza.
Semejante a cuando una polilla se cuela en la habitación y no deja de
dar tumbos alrededor de la bombilla, o como cuando una mosca merodea la
carroña. Me imagino sus ojos
desorbitados en la cabeza que nunca se encontró, también viene a mi mente la
imagen de todas sus uñas rotas, el cordón de sus zapatos atándole sus manos,
sus músculos muertos, su piel lívida y la herida de cuchillo supurándole en su
pecho. Todo el dolor que padeció. Esa noche no pude conciliar el sueño, pues
hubo un instante en la madrugada que sentí una descarga de hedor a mortecina
que expelen los muertos, esa mezcla entre carne vieja, formol y fluidos. Eso creí imaginar. Quizá debido a las pastillas que tomo para
dormir o tal vez a causa de que pude en un instante dimensionar el dolor descompuesto
de su muerte.
2
Después
de haber puesto el café a hervir, seleccioné los libros que llevaría para las
clases de ética y religión en el colegio, igualmente metí los tiquetes del
metro en el bolsillo de mi camisa. En el
bus todavía masticaba aquella escena.
¡Vaya domingo había tenido!
Irónicamente pensaba que era buen motivo para comenzar una semana cagada. Pues esa misma semana, quién iba a suponerlo,
el sindicato de profesores entraría a paro porque de la alcaldía no habían
hecho las consignaciones de los tres meses adeudados a los colegios de
cobertura; y los choferes de los buses harían un gran plantón para protestar en
contra de las extorsiones efectuadas por los pequeños rezagos de las milicias
paramilitares que nunca han dejado de estar en la ciudad. Ya en el salón de profesores, el rostro de
Amado no ha dejado de rodearme, siento que a medida que avanza el sol sobre el
mediodía su facción se hace más indeleble.
Por un instante creí ver la silueta de mi amigo que se escapa por entre
los pacillos de los salones, y tontamente intenté llamarlo. Cuando a él lo fueron a buscar a su casa no opuso
resistencia, porque estaba seguro que todo se solucionaría con aquel comandante
paramilitar. ¿Qué razón hay para
catalogar a alguien como colaborador de un grupo armado cuando se está en medio
de la tierra huérfana? ¿Acaso las ideologías respetan a aquél que por herencia
ha vivido más de tres o cuatro generaciones en un pedazo de suelo perdido, que además
no desea tomar parte de esta guerra absurda?
Desde muy joven yo he creído que el hecho de ser campesino y estar vivo se
convierte en una amenaza misma, y más si se trata de alguien que está ombligado
al suelo en que toda su vida se ha movido.
A veces puede más la fuerza de un pincel que la paranoia de un fusil.
3
Cuando
por primera vez vi a Santiago y a Amado, a finales de los ochenta allá en
Urabá, ellos iban corriendo tras una llanta embadurnada de barro que impulsaban
con su flaca fuerza que apenas se vislumbra en sus músculos escuálidos. Santiago era el más bajo, llevaba su camisa
harapienta a media espalda; y Amado un poco más fornido y alto, iba sin camisa
y con su pelo enredado y pardo debido aguantar tanto sol. Después de que pasaron por la tienda de doña
Ana, apenas sus dos siluetas esqueléticas se alcanzaban a distinguir a contra
luz. Recuerdo que cuando nos peleábamos,
yo le decía a Amado que su cabeza enmarañada parecía un nido de abejorros, y él
me respondía, diciéndome que yo me parecía a Drácula porque tenía los colmillos
remontados sobre los dientes incisivos.
Media hora después de que por primera vez los había visto, se me
acercaron para invitarme a ir a pescar.
Ya ellos habían escuchado por boca de otros amigos, que yo era bueno
para armarles trampas a las torcazas y a las liebres. La gran mayoría de ese viejo grupo de amigos
proveníamos de diferentes regiones de Colombia.
Pedro, Francisco y Eliana venían de Córdoba, Vladimir del oriente
antioqueño, Jeison de La Ceja, Juanita de Urrao, Aleida de Concordia; Huber,
Jorge y yo sí éramos de Chigorodó, aunque nuestras familias eran oriundas de
otros pueblos de Antioquia. Amado, Santiago
y Benilda, su eterno amor, hacía poco habían llegado al barrio, ellos venían de
diferentes pueblos del Chocó, cuyos nombres en esa época me costaba recordar,
pues siempre que intentaba mencionarlos no acertaba. Estos nombres, cuando niño, me parecían que
todavía estaban frescos, recién inventados en la lengua castellana o al menos
recién desembarcados de algún galeón español que aún traía esclavos de África. Hoy día todavía lo creo, pues cuando
pronuncio las palabras Andágueda, Beté y Condoto, es como si en mi boca retumbaran
tambores de cuero, como si África palpitara en mis dientes.
4
Recuerdo
que cuando la guerra afloró en la región, fueron muchas las despedidas de
amigos y amigas, y dentro de ellas mi novia Gilma. Unos se iban porque los habían amenazado y
otros porque la pobreza y el terror que invadió a la región fue de hierro. Las tardes se volvieron tediosas, nadie salía
a la calle después de las seis de la tarde.
Todo parecía un desierto idiota.
Yo quedé confinado a los libros de Las aventuras de Tom Sawyer y a algunas cartillas de
experimentos que adquiría prestadas de la Casa de la Cultura. Muchas veces llegué a creer que las películas
del lejano oeste se estaban recreando en el pueblo, pues las calles estaban
desoladas, pasaban hombres malencarados con armas extrañas; y a ello se le sumó
la ola de calor que durante esa década pasmó a la región. ¿No sé si te han dicho que cuando uno visita
a un muerto, estando uno enfermo, entonces el frío del muerto se le pasa a uno
y uno se pasma? Pues bueno, parecía que
todo el pueblo se había pasmado, porque el pueblo se enfermó de ver tantos
muertos descomponiéndose a plena luz. Sólo
los perros eran los dueños de las calles insoladas, y a veces uno que otro
vendedor de paletas que pasaba a toda prisa, dándole pedal con su pie en albarca
a la bicicleta, con dirección al aeropuerto o a la unidad deportiva. Yo muchas veces llegué a juguetear con la
última cara que los muertos ponían; también pensaba que en la retina opaca de
sus ojos, cuando se los dejaban, quedaba grabada la imagen del cañón del arma y
el rostro del asesino. Con el pequeño
grupo de amigos que quedó, dentro de ellos Amado, mucha veces bromeábamos
jugando congelado, con la condición de que cuando nos congelaran teníamos que
adoptar una postura de algún muerto y decir el nombre de él.
5
En
cierta ocasión Amado nos juntó a todos en la esquina de don Hernán para decirnos
que nos iba a mostrar un manojo de hojas viejas que se había encontrado en un
botadero de basura. Corriendo nos fuimos
a reunir en un abandonado rancho de tablas que había en el barrio nuestro, Simón
Bolívar, y nos entramos por la puerta secreta que habíamos elaborado, a la cual
le teníamos instalada una trampa cargada con piedras por si algún intruso nos
la invadía en las noches, pues a veces las casas abandonadas eran asaltadas
temporalmente por los consumidores de bazuco que se cuidaban de que nos los
fueran a sorprender porque la drogadicción en el pueblo era una sentencia de
muerte. Uno sólo caía en la cuenta de
que la casa había sido invadida, porque los rastros que dejaban eran siempre los
mismos: colillas de cigarrillo y montículos de mierda. La pasta que protegía el hallazgo estaba
rasgada y sucia por la mugre; pero fue un gesto sublime cuando Amado abrió su
primera página. Yo nunca había visto una
piel tan blanca y jugosa, parecida al quesito que hacía la señora Socorro, y
unas formas circulares que me agitaran tanto. Una pequeña parte de mi cuerpo se puso tensa, y
en ese instante pensé que algo me estaba pasando en el tórax. Era como si al ave de mi pecho le movieran
con brusquedad la jaula. Luego supe que
esta sensación de arrebol fue colectiva.
Amado como si cargara fuego en su rostro, nos dijo que ya se debía ir
para la casa. Dos días después lo vimos
con su rostro cansado, como si su abuela Fermina le hubiese puesto a sacar agua
del pozo día y noche. Él nos confesó que
estaba enfermo. De esa misma enfermedad
tres días después vinimos a sufrir todos, día y noche. Bendito encuentro de Amado. Después de ello, ya no me era difícil
imaginarme a Aleida sin ropa. A ella ya
no fui capaz de volverla a mirar con los mismos ojos. Como si lucharan contra la opresión de la
camisa blanca de Aleida, se izaban la punta de sus senos agudos que, ha igual
que la revista, cada noche me torturaban.
Fue así como colectivamente en la pubertad descubrimos los sueños
húmedos y los efluvios libertarios de la masturbación.
6
Hoy
en la barra del café Amadis, mientras me bebo la última copa de ron, recuerdo
como si todo estuviera fresco, como si sólo hubiese sido un acto de pasar la
hoja. Todavía siento ese olor que
despide el papel húmedo de la revista y escucho el eco de la risa socarrona de
Amado, cuando descubrió que todos nos habíamos compartido su revista, como si
nos hubiéramos prestado la novia en común.
Luego todos nos burlamos de todos, asumiendo en pactado silencio que
ella sería nuestra amante secreta, hasta ahora que lo develo en estas notas que
escribo en la servilleta. No logro
precisar cómo es que el tiempo para cada uno de nosotros surcó un camino
diferente. Tomo un periódico cultural
que hay sobre la barra, y me pongo a leer unas líneas de un relato en el que el
sujeto son las calles de la ciudad de Medellín.
Parece como si esto fuera el signo de alguna premonición, pero la verdad
es que no suelo creer en ese tipo de artilugios. Ahora me pregunto por Santiago y mis demás
amigas y amigos. También no me es fácil
dejar de pensar en los ancianos de la época, que muchas veces terminaban
ejerciendo una función paterna sobre nosotros.
En el taxi de regreso a mi casa, acaso por el efecto del alcohol y el
peso descarnado de la nostalgia, pienso que todo lo sucedido puede ser el pie
de inicio de un interesante relato. Le
pregunto al taxista que si alguna vez le han asesinado a un amigo cercano, y él
me dice que han sido muchos y hasta a familiares que él ha amado de veraz, pero
que prefiere hablar de otras cosas. Pues
es la verdad ¿Quién en Colombia prefiere recordar el rostro muerto de sus seres
queridos? La lluvia ha vestido la noche, las gotas gordas explotan en el asfalto
en el instante que la ciudad, como amante desnuda, duerme. En mi cama, cuando todo me da vuelta, creo
ver la punta de los senos de Aleida.
7
Salgo
al parque a caminar un poco para digerir el relato que en mi estómago se ha
estado entramando. A veces pienso cosas
absurdas. No sé si te ha pasado, que en
ocasiones se te viene a la cabeza alguna idea para escribir, y ésta parece una
fuente de agua abierta que fluye infatigablemente, como si fueras dueño de un
aguacero. Te sientes extasiado. Metáforas vienen y van, argumentos y más
metáforas. Lluvia copiosa que reposa en
tu mano llagada. Tu ser se hace una
metáfora encarnada que siente palpitar con su viva piel todo a su
alrededor. Los árboles piden un abrazo
de ti, las estrellan menstrúan y los soles en verano quedan preñados. Tú percibes la espalda cansada del río y
contemplas con detenimiento las siluetas confusas de las montañas grises. Pero a la hora que te sientas a la mesa,
delante del blanco papel, la cabeza está tan embriagada que no sabes por dónde
comenzar. Es como si estuvieras en un
estado de dulce ahogo. Y luego que inicias
y finalizas el escrito, tú te quedas con esa sensación de que finalmente ha
pasado el aguacero de verano y el escrito no logró captar a plenitud lo que
sentiste en ese instante de tu experiencia estética, cuando el escrito
chapaleaba como pez fuera del agua en tu mano.
Esto muchas veces me ha pasado con la poesía. Pero con el escrito que le quiero hacer a
Amado no ha sido así, porque constantemente él se pone delante de mí. Con su cara abaleada me interrumpe. En mis momentos de embriaguez le he dicho que
me dé un solo espacio para escribirle algo a él. Esta es una promesa que le hice a todos mis
amigos cuando me fui para la ciudad, argumentándoles que me iba a volver un
escritor reconocido. Y entonces Amado en
medio de todos y con su risa burlona me respondió que primero se moría él que
verme siendo un escritor famoso. De eso
él tuvo razón.
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A
las 2:20 Pm subo a la sala de profesores para prepararme un café y así estar
listo para la clase de religión que me tocaría con el grado décimo al finalizar
el descanso. La clase de hoy tiene como
contenido: las praxis del cristianismo y sus desafíos ante el contexto
social. Resulta obvio pensar en el Documento
de Medellín, la propuesta de Camilo Torres el cura guerrillero y los demás teólogos
de la liberación. Sin embargo, he
deseado hacer un sondeo previo para indagar acerca de las diferentes
percepciones que mis estudiantes tienen del cristianismo actual. No son para nada novedosas las críticas que
los estudiantes le hacen al cristianismo como jerarquía, porque según ellas y
ellos la iglesia tanto evangélica como católica se ha desentendido de las
problemáticas sociales que se dan en el campo y en los barrios populares. No obstante resulta interesante ver a mis
estudiantes con una posición definida ante la importancia del compromiso social
indistintamente de la razón religiosa, porque según ellos, más que religiosa
debe ser un asunto humano. Ellos también
en su conclusión destacan las acciones de personas que siendo religiosas han
asumido un compromiso humano, y dentro de ellos: a Camilo Torres, al Padre
Sergio Restrepo y a la madre Teresita Ramírez.
Cuando miro a mis estudiantes a los ojos, me veo en cada una y uno de
ellos en mi época de bachillerato, como si la historia, aquella vieja rueda de
bicicleta archivada, volviera a girar en otro espacio y con otra
generación. Jefferson me recuerda a Gustavo,
Yepes a Franco, Andrea a mi prima Marcela, Fernanda a Gilma, Felipe a Cristian,
Mosquera a Alfonso y Jeison a mí. Ellos
son espectros de otro siglo que se han encarnado en mis estudiantes. Los rostros de mis estudiantes son una
epifanía en la tarde cuando me bebo el último sorbo de café.
9
Mientras
garrapateo unas cuantas líneas del escrito que he querido preparar, y que una y
otra vez he desecho, terminando cerca de 15 bolas de papel en la cesta; recuerdo
la última vez que me vi con Amado, la cual fue para la celebración de mi grado
de teólogo en el pueblo. Esa noche fue
alucinante. Todo lo recuerdo en desorden
pero tan diáfano, tanto las tres botellas de tequila que ya me pesaban en la
cabeza y aun el aguacero que se desplomó en la madrugada. Esa noche llovió a borbotones. Mi mamá y mis hermanas y hermanos bebieron
como arena rezagada. Mi abuelo en esa misma
tarde se estrenó su pipa de brezo que recién le había comprado. Amado junto con Franco, Gustavo, Alfonso y
Cristian, antes de comenzar la celebración se habían acercado previamente para
decirme que me tenían una sorpresa para después. Al finalizar la fiesta, ellos me dijeron que tomara
una chaqueta porque la noche estaba fría y no llegaríamos hasta la mañana
siguiente. Al cabo de un rato estábamos
los cinco parados al frente de una puerta ronca de madera; Gustavo tocó cuatro
veces de seguido, y como si se tratara de alguna clave clandestina al otro lado
de la puerta respondieron con dos golpes suaves, y de inmediato abrió una señora. El rostro de ella me produjo risa porque se
asemejaba al de una profesora que tuve en mi primaria. La mujer nos entró a una salita encerrada en
cortinas y luego se fue a llamar a alguien.
Al instante llegó una chica. Allí
estaba ella, con su ropa de ejecutiva, en medio de un lugar pálido, al frente
de unas almas regurgitadas por la noche, que la contemplaban con la
mirada. Verdaderamente Dios tiene cuerpo
de mujer. Todo el ser de ella al ritmo
de la música de fondo quedó sin una página de ropa que le cubriera el cuerpo, como
del mismo modo quedó desnuda la revista de porno que Amado se había encontrado
en el basurero porque al final todos queríamos comulgar con una parte de esa
mujer anacrónica.
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El
momento de la despedida de mis familiares y amigos me dio mucha tristeza, porque
sabía que me iba de Chigorodó y que no regresaría para volver a vivir más en
él, si bien no tenía esa certeza, sí una corazonada que ladraba en mi pecho me
lo vaticinaba. Asimismo no ignoraba que
allí se quedaban mis más gratos recuerdos y dentro de ellos, los que
experimenté en mi infancia. Yo me
dirigiría a Medellín para estudiar teología con miras a prepararme como
sacerdote, y mis demás amigos seguirían cada uno su propio rumbo. Tiempo después me enteré que Santiago había
vuelto al Chocó para casarse con Benilda, la cual ya estaba en embarazo cuando
hicieron el viaje de regreso a Condoto; Franco había completado cuatro hijos;
Aleida se había vuelto evangélica y se había casado con nuestro amigo
Francisco, que de todo el grupo fue el único que prestó el servicio militar; y Amado
había sido aceptado en el programa de artes plásticas de la Facultad de Bellas
Artes de la Universidad de Antioquia. Él
nunca había renunciado a volver a su pueblo de origen, eso lo repetía una y
otra vez, además decía que al finalizar su carrera se iría a radicar en Beté, al
pueblo donde sus padres y él habían nacido, porque Amado allí había sido
ombligado. Y allá fue dónde mi amigo
murió. En mi época de seminarista, antes
de retirarme de la comunidad, en una de esas tantas correrías como misionero, tuve
la oportunidad de caminar las calles de Beté.
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La
muerte realmente se debió a que Amado en el mural, que había pintado para la
escuela, retrató tal cual la historia del pueblo. En el mural llamado la esperanza, que fue
diseñado en forma de un libro, se ven pasar tres hojas. La página final está en blanco y sólo hay una
mano con un pincel en disposición de pintar; en la del medio fue plasmado con
nitidez los colores de la montaña, el verde azucarado de los ríos, el azul
profundo del cielo en verano con sus ojos abiertos, los múltiples matices del
verde de los árboles con su sonrisa desplegada, los papagayos surcando el ombligo
del horizonte, las casitas de madera como pequeños pedazos de torta de
chocolate, la escuela con su bandera izada, el perro ladrándole al carro de la
leche, muchos niños haciendo la ronda; y en la página inicial, como huella
rancia de un pasado no lejano que supura todavía en el aíre, fue recreada la
escena de un río extenso atiborrado con cadáveres mutilados, y en él también se
plasmó el momento en que el padre español llamado Iñaqui fue torturado y
asesinado por el mismo quien a mi amigo le imprimió la herida en el pecho, el
Alemán. La memoria histórica ante la
impunidad se transforma en un rótulo de muerte.
La verdad y la memoria de una comunidad en medio de la pobreza se hacen
un objetivo militar. Hay tiempos en que
la estupidez acalla la melodía de los pinceles naranjas y de vez en cuando
alcanza a opacar el sol, como si la muerte tuviera la última palabra ante el
canto de un sinsonte; pero nadie muere cuando palpita en la memoria y menos
frente al sol. Existen instante en el
que creo que si se pintaran más murales, entonces menos se dispararía y habría
más razones para estar vivo con pasión y locura.
12
Una palabra con sus alas abiertas se
posa en mi mano como una mariposa azul.
Esperanza. Mierda que estoy
loco. De la estantería de mi biblioteca tomo
el libro de la Teología de la Esperanza de Jürgen Moltmann y es como escarbar con
mis uñas en el suelo para hallarme con el rostro de Aníbal, un antiguo profesor
de mi colegio que fue masacrado en las bananeras en la década de los ochenta;
miro a un lado y me topo por casualidad con el semblante profundo de Ernst
Bloch, pensante, solitario, el filósofo de la esperanza. El ser humano como el constructor de su
historia, su esperanza, que muy al estilo griego supera la condena del olvido y
se hace eterno en la memoria. Inmediatamente
se incuba en mi cabeza el nombre de Jon Sobrino y su Jesucristo Liberador, y al
lado de él, Ignacio Ellacuría, que es como apreciar el rostro martirizado del sacerdote
jesuita Sergio Restrepo en Tierralta Córdoba.
El recuerdo de Amado me envuelve, exigiéndome algo. Quizás ni silencio ni impunidad. A lo mejor recuerdo
a Amado, tan legible y palpable en su rostro, ya que en él me recuerdo a mí
mismo y a toda mi infancia que con mis muertos volvió a vivir. Lo cuento a él, pues en él me cuento a mí
mismo, porque cada uno carga con sus retazos de historias y sus pedazos de
muertos. Aquí estoy yo en mi
biblioteca frente a un cuaderno de notas.
No es fácil dejar de pensar en las líneas sentenciantes de un poema que
hace tiempo atrás escribí, las cuales rezan: Los libros son cadáveres de
árboles en los que en sus huesos blancos todavía se talla la palabra:
locura. Y aquí estoy yo en mi locura, junto
con todos mis muertos, tratando de darle paz a la imagen de mi amigo que cada
noche merodea los rincones de mi memoria.
15 de Enero, 2013.