I
Bebo
las estrellas junto con los nubarrones que despuntan en la tarde, detrás del
cerro.
La
jarra de cerveza quedó vacía, ni una sola letra me alcanzó para humedecer mi
boca desértica.
Tengo
un cuento en mi estómago y un zapato viejo que baila en el retablo del piso.
La
génesis.
Los
insectos no sienten el tormento de vivir porque nunca su paz es quebrantada, no
porque todo lo tengan sino porque cada instante de su efímera vida, la viven.
Ellos
no caen en el letargo de una crisis existencial.
Cada
instante pasa por sus bocas.
Ellos
digieren el tiempo y lo hacen excremento.
Su
voz fuerte no emula la dignidad que habita sus carnes.
Para
sentir mi poesía en tu mano copiosa, debes caminar mis zapatos rotos.
Los
libros son cadáveres de árboles en los que en sus huesos blancos todavía se
talla la palabra: locura.
II
Como
es de plácido escuchar música en la noche cuando todo reposa.
Mejor
diría bonito, porque obedece a la mezcla entre éxtasis y dulzura.
Ella
se desliza por el rocío que crece en las hojas verdes, adueñándose del viento.
En
intervalos la brisa que ulula se amasa con los ladridos de los perros
nocherniegos.
Los
recuerdos de otras épocas florecen como si nuestro ser viajara de plano al
pasado.
Recuerdo
de río que pasa sereno por el ojo de la luna llena.
Si
te has detenido de noche a ver pasar el río bajo el puente, descubrirás su lomo
cansado. Él se torna mudo porque las
palabras le pesan en su quijada.
Los
insectos se apropian del sueño mientras todavía en las rocas del camino resuena
la música noctívaga.
¿Alguna
vez de noche has tirado el anzuelo a la orilla del río?
Yo
una vez pesqué el reflejo de una estrella.
El
río de mi pueblo inunda mi memoria y esta música nocturna no cesa.
Hugo Oquendo-Torres
Poética de lo
simple
11 de Enero, 2013