lunes, octubre 07, 2013

Un tal Jesús en las calles de Niquitao




Niquitao es un barrio de la ciudad de Medellín, muy conocido por las historias que en las grietas de sus paredes se esconden.
  En un sentido histórico Carlos Alberto Giraldo nos dice que “debido a su cercanía con la Plaza de Cisneros y el viejo Guayaquil, el barrio Niquitao sirvió de refugio y lugar de paso, durante los años sesenta y setenta, a los viajeros, pequeños comerciantes de hortalizas de la plaza El Pedrero y también a los trabajadores más humildes.  Igual a decenas de desarraigados que llegaban a la ciudad en busca de mejor futuro”[1].  

     No obstante desde la década de los ochenta hasta hoy día, quizá por causa de la explosión urbana y al crecimiento de su población marginal, la miseria y el olor a mierda se confunden con el amarillo de los lirios.  Pasar por la calle que colinda con la avenida San Juan, que popularmente es conocida como la oreja de San Juan, es adentrarse en las tripas de la podredumbre en que el ser humano es aprisionado.  Allí el olor a bazuco no se diferencia de los dogmas rancios que hoy todavía persisten en los sistemas teológicos.  Esta mezcla me hace pensar en la frase que Jesús le lanzó a los fariseos cuando los llamó sepulcros blanqueados; y me causa una sensación de esperanza relacionarlos con las catedrales, pues estás son sepulcros que han sido reivindicados porque muchos habitantes de calle, perros callejeros y hasta palomas las han empleado como sus letrinas. La mierda en los recovecos de las catedrales y en la oreja de San Juan huele a humanidad, huele a Dios cagándose en los dogmas.  

     Cuando camino por las calles de Niquitao se me viene a la mente el recuerdo vago de un personaje que estuvo muy presente en cierta época de mi infancia, a quien en el barrio se le llamaba Jesusito.  No Jesusito el del corazón traspasado por una daga y coronado con espinas, sino a un anciano que se ganaba la vida sacando agua de los aljibes para llenar las pocetas y cargando leña para cocinar; porque en ese tiempo en nuestro barrio, apenas unos pocos contaban con energía eléctrica que lograban contrabandear.  Recuerdo que corrían los años ochenta, cuando estaba en pleno furor la bonanza bananera en Urabá, y los rumores del paramilitarismo cada vez cobraban más fuerza en la región.  De Jesusito tengo dos imágenes muy presentes, como si se tratara de dos escenas que hicieran parte del viacrucis; una de ellas, es que cada diciembre él sacaba literalmente de debajo de su colchón los fajos de billetes de cien pesos que ahorraba durante todo el año, que a propósito casi siempre estaban descompuestos por la humedad; y la segunda, es la del truco que hacía con frecuencia cuando estaba borracho o cuando quería captar la atención de los niños.  Éste consistía en ponerse sobre su mano un pequeño cristico, que después de una oración secreta, él se movía por sí solo.  Yo de Jesusito nunca supe si hacía milagros o si realmente se llamaba Jesús, pero siempre le asocié su nombre o apodo a la barba desordenada, a su sonrisa mueca y al montón de crucifijos que cargaba en el cuello como si con su peso estuviera expiando una culpa.  En ciertos momentos pensé que él era el Jesús del que nos enseñaban en la catequesis, pues sus cruces y el carisma pobre alimentaban el mito. 

     De Jesusito se entretejieron muchas leyendas acerca de su lugar de origen y de su último destino.  Como quizá lo deseó proponer Juan en la versión de su evangelio.  Algunas personas decían que Jesusito era un vagabundo que se le había escapado a las calles de Medellín; otras afirmaban que él era de una vereda y que por fumar demasiado cigarrillo se había vuelto un lunático.  Los cigarrillos de Jesusito eran diferentes, yo cuando niño los solía llamar los aplastaditos.  Hoy día sé que los cigarrillos amorfos que Jesusito fumaba eran de marihuana.  Años después que caí en la cuenta, cuando por primera vez corrí la cortina de la inocencia, no paré de reírme, porque me pinté la escena de Jesús fumando marihuana y burlándose de sus discípulos en la última cena.  Con respeto al paradero final, esta es la fecha que de Jesusito nada se sabe.  Unos dicen que él retornó caminando a Medellín; otros más trágicos aseveran que él se internó en la serranía de Abibe y allá murió.  Yo en cambio espero su segunda venida. 

En los rostros de los habitantes de las calles de Niquitao veo a muchos jesuses o jesusitos.  ¿Cuál es la diferencia?  En todos están reflejados Jesús y Jesusito, todos tienen la misma barba desgreñada y tienen un carisma que se les escapa por su sonrisa mueca.  De ello pienso que la vida se abriga en los recovecos que menos nos imaginamos y en los rostros curtidos es donde ella se preserva más lozana.  Por tanto, yo creo que Pilatos nos desapareció al Jesús histórico y la religión nos devolvió el mito, como si el verbo se hubiera encarnado en el dogma, como si la miseria humana fuese etérea.  Por ahora yo creo que el tal Jesusito ya pasó por las calles de Niquitao, porque todo huele a él, las paredes caídas tienen impresa su sonrisa y sus apóstoles cada vez están más tostados. 


                                                                                                                              Hugo Oquendo-Torres
                                                                                                                               07 de Octubre 2013