viernes, febrero 14, 2014

Domingo de malaleche.


Justo cuando Vladimir iba a lanzar la pelota, hecha de hojas de almendro y bolsas plásticas, para que Pedro la bateara y así yo pudiera alcanzar la cuarta base, llegó corriendo al barrio Ciro Marmolejo con su camisa abrochada a dos botones y con su aíre entrecortado, avisando en la cuadra con su gran vozarrón que habían acabado de asesinar a don Sepúlveda, el papá de Emiliano y José, mis amigos; y que aún él estaba fresco y sollozante en la cantina La Pesebrera.  Esta cantina junto con El Piel roja eran conocidas en el pueblo, no tanto por su cálido servicio, puesto que la primera era atendida por el Botija, hombre montaraz curtido en las lides de golpear borrachos y esquivar botellazos, y ni que decir de El Piel roja que era administrada por el Indio, el cual parece haber sido maestro del Botija.  En fin, ambos tan malaleche como bruscos, de bigote atiborrado y nudillos peludos.  Como dije anteriormente, ambas cantinas no eran conocidas por su servicio plácido sino porque en las dos cada domingo, sagradamente, allí se daban ajustes de cuentas: Por un lado algunos para exigir un pago más justo en sus jornales de carga de madera; otros, como el caso de los suegros enfurecidos por el desprestigio de sus hijas, ahora ex-vírgenes, víctimas de algún palabrero; y por el otro lado, el cura que dominicalmente llegaba con su cara ancha y roja pidiendo la limosna.

     Cuando la noticia a gran voz terminó de hacer eco en cada rincón de la cuadra, la señora Evangelina la esposa de don Sepúlveda, quien estaba lavando los platos al ritmo de una canción mal sintonizada, se desmayó cual artista de circo pobre.  En el instante la vieja Anita después de haberla instalado en la cama, le dio a beber un pocillo de agua tibia con dos cucharaditas de azúcar y unas ramitas de yerbabuena para que se recuperara del sofoco.  Y en un santiamén toda la correría del barrio, en una estampida unísona de cuerpos y chanclas, se dirigió a La Pesebrera.  Entonces como buena rezandera, Anita prendió las velas de su altar improvisado y abrió la puerta de su casa para esperar más acompañantes, pero tan sólo su compañía fueron tres moscas y una planta reseca de zábila que siempre estaba tras la puerta.  Lejos de ella, en la cuarta casa vecina, ahora abandonada, pitaba una olla de presión.  Los hijos del nuevo difunto Estanislao Sepúlveda Agualimpia, lloraban imparablemente queriéndole arrancar de un solo tajo las entrañas al mismo Dios. 
     En el momento que el tumulto de noveleros alcanzó la esquina de la calle de Las Legumbrerías, a la distancia en La Pesebrera pudieron avistar un fardo impávido, tendido sobre una alfombra de aserrín que cubría todo el salón; también se pudo vislumbrar por unos breves segundos la parte trasera de una ambulancia que se escapaba apresuradamente.  La maniobra del aserrín sobre el suelo la hacía el Botija con el propósito de ahorrarse trabajo, para que la sangre que derramaran cada sagrado domingo no le manchara el piso; como del mismo modo él no ahorraba esfuerzo intentando evadir al párroco, cuando éste le pedía la ofrenda para la construcción del templo y del altar de la Virgen del Carmen.  El Botija siempre le daba tres monedas de caballito, una de jarrita y una de la señora sentada, y con el mismo gesto rancio el clérigo lo bendecía rociándolo con el hisopo. 

     En el transcurso del trayecto hubo en nosotros la pequeña fantasía de que ese no fuera el cuerpo que correspondía a la figura diminuta y morena de don Sepúlveda, esto se alcanzó a pensar porque al difunto le gustaba más la cantina El Piel roja, ya que aunque el Indio fuese una leche vinagre, por lo menos allá habían señoritas que servían como meseras; además era más probable y mejor recibir una caricia de estas chicas que del Botija.  Algunas de ellas estaban muecas por el olvido, ajadas por el tiempo e igualmente por los bultos desnudos que en cada noche de servicio de felicidad se echaban sobre sí, pero ¿quién en medio de tanta miseria le pondría reparos a los simples efectos de la naturaleza?  Pues en un pueblo donde todo es olvido, hasta lo más sublime de la belleza se hace vago.  Además de qué vale ser abrazado por lo bello si la muerte con su palabra absoluta todo lo consume.

     En el tiempo que la romería llegó al lugar se pudo constatar la noticia de Ciro, y todo intento amañado de ilusión se desmoronó.  Los hijos estallaron en llanto y la otra parte de acudientes asumieron una postura de silencio expectante.  Yo tampoco lo podía creer, allí estaba el cuerpo tirado en el piso con su mortaja de sangre y virutas de madera.  No obstante el Botija al percatarse de la escena, él como buen destripador de risas y hasta de llantos, disparó al aíre una carcajada obesa.  Por ende Marmolejo que cerró el puño reciamente cual mano de pilón, se le acercó de inmediato, queriéndolo sermonear a golpes.  A la sazón el cantinero increpó a toda su audiencia, afirmando que en su cantina sí había sucedido una pelea a machete, y de ella había quedado un muerto, por eso el piso estaba calado de sangre, y de sangre mañanera que todavía humeaba, añadió.  El problema había sido entre dos vecinos, pues el hijo de uno le había quitado la castidad a la hija del otro.  De un golpe todas las miradas entre hombros se dirigieron hacia Emiliano, el hijo mayor de don Estanislao, el cual era el único que en su casa estaba en edad para estos episodios furtivos. 

     A la vez que servía una cerveza fría, el cantinero continuó el relato en un tono socarrón, diciendo que la persona que estaba allí tendida antes sí estaba muerta, pero de la borrachera y el sueño.  Pues tres horas antes se había quedado dormida en el piso, y las personas que se batieron a machete, pelearon por encima de él bañándolo en sangre.  Todos quedaron en silencio menos el Botija que se burlaba con sus risotadas gordas.  Entonces con un gesto indiferente, los hijos de la víctima que desde las tres de la tarde del pasado viernes había salido a tomar, alquilaron una carreta donde normalmente llevaban mercados, pero esta vez llevaría a un borracho que entre dormido balbuceaba una canción de arrabal:

--“Caminito que el tiempo ha borrado,
que juntos un día nos viste pasar,
he venido por última vez,
he venido a contarte mi mal”. 
-- “Caminito que entonces estabas
bordado de trébol y juncos en flor,
una sombra ya pronto serás,
una sombra lo mismo que yo”.

Cuando ya estábamos lejos de La Pesebrera vimos al cura echarle la bendición al cantinero, en el momento que en la canasta de la limosna se depositaban los cincuenta y cinco pesos dominicales que de mala leche recibía. 



Hugo Oquendo-Torres
07 de Noviembre, 2009