
Cuando la noticia a gran voz terminó de hacer eco en cada rincón de la
cuadra, la señora Evangelina la esposa de don Sepúlveda, quien estaba lavando
los platos al ritmo de una canción mal sintonizada, se desmayó cual artista de
circo pobre. En el instante la vieja
Anita después de haberla instalado en la cama, le dio a beber un pocillo de
agua tibia con dos cucharaditas de azúcar y unas ramitas de yerbabuena para que
se recuperara del sofoco. Y en un
santiamén toda la correría del barrio, en una estampida unísona de cuerpos y
chanclas, se dirigió a La Pesebrera.
Entonces como buena rezandera, Anita prendió las velas de su altar
improvisado y abrió la puerta de su casa para esperar más acompañantes, pero
tan sólo su compañía fueron tres moscas y una planta reseca de zábila que
siempre estaba tras la puerta. Lejos de
ella, en la cuarta casa vecina, ahora abandonada, pitaba una olla de
presión. Los hijos del nuevo difunto
Estanislao Sepúlveda Agualimpia, lloraban imparablemente queriéndole arrancar
de un solo tajo las entrañas al mismo Dios.
En el momento que el tumulto de noveleros alcanzó la esquina de la calle
de Las Legumbrerías, a la distancia en La Pesebrera pudieron avistar un fardo
impávido, tendido sobre una alfombra de aserrín que cubría todo el salón;
también se pudo vislumbrar por unos breves segundos la parte trasera de una
ambulancia que se escapaba apresuradamente.
La maniobra del aserrín sobre el suelo la hacía el Botija con el
propósito de ahorrarse trabajo, para que la sangre que derramaran cada sagrado
domingo no le manchara el piso; como del mismo modo él no ahorraba esfuerzo
intentando evadir al párroco, cuando éste le pedía la ofrenda para la
construcción del templo y del altar de la Virgen del Carmen. El Botija siempre le daba tres monedas de
caballito, una de jarrita y una de la señora sentada, y con el mismo gesto
rancio el clérigo lo bendecía rociándolo con el hisopo.
En el transcurso del trayecto hubo en nosotros la pequeña fantasía de
que ese no fuera el cuerpo que correspondía a la figura diminuta y morena de
don Sepúlveda, esto se alcanzó a pensar porque al difunto le gustaba más la
cantina El Piel roja, ya que aunque el Indio fuese una leche vinagre, por lo
menos allá habían señoritas que servían como meseras; además era más probable y
mejor recibir una caricia de estas chicas que del Botija. Algunas de ellas estaban muecas por el
olvido, ajadas por el tiempo e igualmente por los bultos desnudos que en cada
noche de servicio de felicidad se echaban sobre sí, pero ¿quién en medio de
tanta miseria le pondría reparos a los simples efectos de la naturaleza? Pues en un pueblo donde todo es olvido, hasta
lo más sublime de la belleza se hace vago.
Además de qué vale ser abrazado por lo bello si la muerte con su palabra
absoluta todo lo consume.
En el tiempo que la romería llegó al lugar se pudo constatar la noticia
de Ciro, y todo intento amañado de ilusión se desmoronó. Los hijos estallaron en llanto y la otra
parte de acudientes asumieron una postura de silencio expectante. Yo tampoco lo podía creer, allí estaba el
cuerpo tirado en el piso con su mortaja de sangre y virutas de madera. No obstante el Botija al percatarse de la
escena, él como buen destripador de risas y hasta de llantos, disparó al aíre
una carcajada obesa. Por ende Marmolejo
que cerró el puño reciamente cual mano de pilón, se le acercó de inmediato,
queriéndolo sermonear a golpes. A la
sazón el cantinero increpó a toda su audiencia, afirmando que en su cantina sí
había sucedido una pelea a machete, y de ella había quedado un muerto, por eso
el piso estaba calado de sangre, y de sangre mañanera que todavía humeaba,
añadió. El problema había sido entre dos
vecinos, pues el hijo de uno le había quitado la castidad a la hija del otro. De un golpe todas las miradas entre hombros
se dirigieron hacia Emiliano, el hijo mayor de don Estanislao, el cual era el
único que en su casa estaba en edad para estos episodios furtivos.
A la vez que servía una cerveza fría, el cantinero continuó el relato en
un tono socarrón, diciendo que la persona que estaba allí tendida antes sí
estaba muerta, pero de la borrachera y el sueño. Pues tres horas antes se había quedado
dormida en el piso, y las personas que se batieron a machete, pelearon por
encima de él bañándolo en sangre. Todos
quedaron en silencio menos el Botija que se burlaba con sus risotadas
gordas. Entonces con un gesto
indiferente, los hijos de la víctima que desde las tres de la tarde del pasado
viernes había salido a tomar, alquilaron una carreta donde normalmente llevaban
mercados, pero esta vez llevaría a un borracho que entre dormido balbuceaba una
canción de arrabal:
--“Caminito que el tiempo ha
borrado,
que juntos un día nos viste pasar,
he venido por última vez,
he venido a contarte mi mal”.
-- “Caminito que entonces estabas
bordado de trébol y juncos en flor,
una sombra ya pronto serás,
una sombra lo mismo que yo”.
Cuando ya estábamos lejos de La
Pesebrera vimos al cura echarle la bendición al cantinero, en el momento que en
la canasta de la limosna se depositaban los cincuenta y cinco pesos dominicales
que de mala leche recibía.
Hugo Oquendo-Torres
07 de Noviembre, 2009