Desde hace tres días el pueblo está
militarizado, y las remezas de los campesinos están siendo reguladas, pues en
la población corre el rumor que va a haber una toma guerrillera. Por esta circunstancia mandaron a reforzar el
pueblo con los militares de Las Delicias, un municipio vecino que queda a medio
día de camino. Ambos son los más
próximos en esta provincia, pero a los dos los separa un gran cañón cual boca
abierta al hades, hambrienta eternamente de personas y hasta del más miserable
mendigo. En el ambiente del pueblo hay
mucha zozobra, casi que hasta se puede respirar. El aíre se ha puesto denso, oliendo a pólvora
y a munición quemada como siempre cuando esto va a pasar. Hasta las palomas saben leer estos tiempos,
pues ya han abandonado la plaza central dejando sólo su rastro sobre el busto
de Bolívar. En algunas ocasiones este
tipo de noticias han sido sólo rumores, murmullos de palabras que vienen y van
como hojas secas arrastradas por el viento; pero en otras en cambio han sido
una absoluta verdad, un testimonio de ello es la señorita Matilde quien quedó
sufriendo ataques de epilepsia. Ella
cuando padece estos ataques de nervios, convulsiona hasta quedarse casi
desnuda. Entre el pueblo se rumora que
han visto a un hombre aprovecharse de Matilde cuando es invadida por esta
tortura. Asimismo otro testigo mudo es
el Banco Agrario que hasta el día de hoy está fuera de servicio.
Las tiendas de víveres y abarrotes más grandes del pueblo son víctimas
de constantes requisas, pues se ventila el cuento por las calles que de ellas
se abastece el grupo insurgente que dirige Gabriel Jaramillo, un ex-profesor de
la Universidad. Por esta razón a cada
familia campesina sólo se le está permitido mercar lo necesario; además ellos
deben presentar la lista de mercado ante el teniente Valverde para que la
certifique. Igualmente se cree que a la
guerrilla se le están acabando sus provisiones, y es por esto que se van a
tomar a San Antonio de Tamaná. En la
última toma que hizo el grupo de Gabriel, destruyeron por completo la alcaldía,
la cárcel municipal y el comando de policía; y se abastecieron de varias
tiendas, en especial de la de Ricaurte Gómez, un paisa oriundo del municipio de
Santuario, que llegó a hacer fortuna en estas tierras en la época de la bonanza
cocalera, y ahora es dueño del restaurante La Fonda del Arriero y de la
licorera Santuario; él al mismo tiempo tiene a casi media localidad sumida en
deudas debido a sus préstamos de pagadiario.
En este poblado el único que no se paraliza ni se inmuta es el cura, ya
que de él dicen que no le teme a nada; asimismo dicen que el cura es
simpatizante del grupo de los revoltosos.
En varias ocasiones el sacerdote lo ha dejado entrever en sus homilías
dominicales, en las cuales se sobresalta; otras personas en cambio lo
defienden, aduciendo de Juan De Dios, como se llama, que él es una persona
justa, que ama la imparcialidad y que es muy cariñoso con la gente, y que nunca
se le ha visto envuelto en cosas raras.
Juan De Dios una vez se atrevió a afirmar en plena celebración del Corpus Christi, por sus parlantes que
invadían hasta el más ínfimo rincón, que las autoridades encabezas por:
Valverde y el mismo alcalde, que en el preciso instante se encontraba teniendo
sexo con su secretaria en el despacho; estaban corruptos, y por esta mala
conducta estaban llevando al municipio a los mismísimos infiernos. Además añadió el cura ese día, que la
represión y las injusticias a la que estaban sumiendo a los campesinos era la
causante de la guerra, y por esta razón mucha gente se estaba alzando en armas,
y como efecto estaban condenando al pueblo a la más inhumana guerra. Ese día esta homilía dominical dejó de
retumbar hasta las dos de la mañana, cuando el último cristiano del pueblo se
fue a dormir.
Hoy no se ha visto como de
costumbre al señor que vende los siropes en el centro del parque, ni mucho
menos a Rosa Julia, la señora que vende jugos de naranja cerca de la
parroquia. Al parecer todo ha sido
trastocado por los vientos de guerra. No
obstante después de haber transcurrido un tenso silencio, sólo se ve correr apresuradamente
a un adolescente con dirección hacia el despacho parroquial. Se trata de Simoncito, el que hace los
mandados a todo el mundo, eso sí a cambio de dinero porque como afirma él: “Nadie
corre en vano”; pues como se dice en el pueblo: “Todo privilegio tiene un
precio y por tanto ninguno iba a estar exento de ello”. Francamente es que en este lugar hasta los
chismes tienen su propia tarifa. La
confidencia que llevaba Simón era que doña Rufina De la Torre estaba
agonizando, esta vez al parecer sí era enserio que se moría. Ella le había mandado a avisar a su hijo
Alirio, el hijo mayor de los ocho que tuvo con el difunto Reinaldo Zamora, para
que él le pidiera el favor al cura para que le fuera a aplicar los santos oleos
a ella en la finca.
Más tarde se vio al párroco ensillar su mula con destino a la vereda El
Silencio. En el instante que Juan De
Dios iba a travesando la calle de la inocencia, bendijo a un grupo de
jovencitas; ellas con su cara embadurnada de colorete cuales muñecas chinas,
respondieron a unísono con un beso sincero, de esos que a ellas se les han
negado. Después pasó cerca de un grupo
de señoras, las cuales casi sin dejar que él se alejara, comenzaron a
devorárselo entre sus murmullos. Luego
el cura pasó por la botica saludando a don José Ángel, quien asintió con su
cabeza cubierta bajo el resguardo de un sombrero a media ala que el mismo
sacerdote le había regalado. En seguida
el religioso entró a la tienda de doña Magali para aprovisionarse de dos
paquetes de cigarrillos Piel roja, los cuales eran los únicos que quedaban en
el estante. Si acaso había algo por qué
condenar al cura, era por esto; puesto que su flaqueza era fumar hasta agotarse
los pulmones, porque de lo otro parecía ser inocente. El sacerdote Juan De Dios empacó las dos
cajetillas en su mochila, se bebió una cerveza fría y reanudó su camino. De todas las tiendas de San Antonio, esta era
la única donde todavía había abasto de los cigarrillos que a él le
gustaban.
En el momento que ya habían pasado varias horas por un camino solitario,
Juan De Dios vino a caer en la cuenta que no estaba solo; tras él, como a
quinientos metros, venía un joven de camisa roja y sombrero amplio, galopando
sobre un caballo colorado. Éste pasó a
toda prisa como si fuese un meteoro escapando sobre un caballo. Habían pasado dos horas después de este
extraño suceso, y estando próximo al puente de río Ciego el religioso se
encontró con un retén militar. Allí
estaba el teniente Valverde, quien con una mirada acusadora hizo desmontar al
cura para la inspección, todo con la excusa de cumplir con su rutina, alegando
de igual forma que no se imaginaba qué podría llevar un clérigo en su
talega. Juan De Dios se bajó de Gitano,
como llamaba a su mula, abrió su fardo y les mostró las dos mudas de ropa, el
crisman, el relicario, un pomo nácar de crema para afeitar y la barbera, una Biblia,
un misal pequeño, el libro de La liturgia de las horas y las dos cajetillas de
cigarrillos, a una de ellas le hacía falta cinco unidades. Entonces Valverde con un gesto
incriminatorio, exclamó como para causar una vergüenza pública: ¡Hasta los curas fuman! Erguida y rápidamente el padre respondió: ¡Y hasta sufrimos cuando nos hacen falta! A la sazón todos reventaron a carcajadas,
menos el teniente que se sintió burlado.
Después de 20 minutos de espera, dejaron ir al religioso.
Ya cuando el sol con las sombras
parecía formar monstruos alargados, el cura avistó la finca De la Torre. En el instante que el religioso llegó a la
finca, se desmontó de su animal e hizo un gesto de cortesía saludando a Alirio,
Camila y a los demás presentes. Después
de haber reposado el religioso, entonces inició sus menesteres y recién entrada
la noche el cura ungió a Rufina. Ya
siendo casi las ocho de la noche, después de la tertulia con la familia De la
Torre, alrededor de un pocillo de café y de aspirarse el penúltimo cigarro de
la primera caja, Juan De Dios se fue a dormir.
Mientras el reloj marcaba las once menos quince, y los grillos afuera
infectaban el silencio de la noche con la fricción de sus patas, el cura sintió
el pisoteo de botas que rodeaban la casa; impetuosamente se cortó toda paz aún
existente, y sin previo aviso el sacerdote escuchó una voz que le llamaba por
su nombre. En efecto se levantó
sigilosamente de su cama y en la penumbra pudo detallar que se trataba de
Camila, la hija menor de Rufina, que lo llamaba. Ella lo tomó de su mano y lo condujo hasta la
puerta hasta ponerlo de frente a un joven, al cual medio se le veía su
rostro. Éste le dijo que traía una razón
de parte de Fernando Arias, el cual era el segundo al mando del grupo de
Gabriel Jaramillo. Prontamente el
religioso se puso frío y sus manos comenzaron a sudar, se pasó la mano derecha
por su frente como queriéndose limpiar el agua que le escurría y hasta el mismo
miedo que le destilaba. Después de unos
eternos minutos, se repuso y recobró el aliento, en ese intervalo de
equilibrio, preguntó cuál era el motivo.
El hombre que en sus manos sostenía un objeto alargado metálico, el cual
venía terciado desde su hombro derecho, le respondió diciendo que hiciera el
favor de regalarle a Fernando algún paquete de cigarrillos que le sobrara, que
él luego le pagaría el obsequio. Y con
un gesto de tristeza y duelo el cura regaló su último paquete que le quedaba, a
sabiendas que así le esperaría un camino menos llevadero.
Al día siguiente en la madrugada Juan De Dios, inmediatamente de haberse
tomado un café y fumado por la mitad el único cigarro que le quedaba, inició su
marcha de regreso. Cuando ya había hecho
medio camino sintió que su espíritu lo abandonaba en el momento que aspiró la
última bocanada de su cigarrillo. Dos
horas después sintió que una crisis emocional se avecinaba, y como señal de
ello era el aguacero que tras de su espalda amenazaba. Como si hubiese sido un recorrido de siglos,
Juan De Dios llegó a la casa cural, se dispuso a tomar un baño para luego cenar
y así acostarse a dormir muy temprano; estando en su habitación se santiguó, y
reposando en su cama comenzó a pensar: ¿Qué tal que lo del favor hubiese sido
una mentira para asustarme y así quitarme mis cigarrillos? Además, pensaba para sí: ¿cómo una persona
con este rango dentro de una organización de esas y tan temido en la región no
iba a tener cigarros? Sí, eso fue una
farsa. Una farsa, estoy seguro. Una farsa.
Decía él para sus adentros. Luego
el sacerdote se calmó un poco y empezó a refutar estas ideas concluyendo: Pues
si ahora no tengo yo que soy el párroco del pueblo, que va a tener ese hombre
allá en el monte. Todo esto es producto
de mis ansias por fumarme uno solo, si tan sólo fuera uno. Uno solo.
Uno para despejar esta noche y no estar mascullando estas estupideces,
se decía a sí mismo el cura. Y luego
pensaba: Ahora resulta que esta vieja no se muere y también pierdo en vano mis
piel rojas. Así finalizó su dilema ya
vencido por el sueño y el cansancio.
Al siguiente día en la mañana, hizo
sus rezos como de costumbre y celebró la misa de siete; a continuación, todavía
con sus vestidos ornamentales se dirigió hacia el centro del parque para
saludar al nuevo profesor que acababa de llegar al municipio. Cuando iban siendo las doce del mediodía
sintió un profundo deseo de fumar, pero era imposible porque en el pueblo ya se
había escaseado hasta la picadura de tabaco.
Juan de Dios se dirigió hacia el baúl que escondía dentro de su cuarto
para ver si encontraba alguno por lo menos, sin embargo fue una labor
inútil. Él movió toda su habitación,
revolcó sus sábanas, igualmente todo fue en balde. Esa fue su única rutina durante ese sábado, buscar
algún extraviado cigarrillo por todos los rincones de la casa. Él tuvo la sensación que desde el mismo día
que regaló su último paquete, desde ese día, estaba muerto.
Al día siguiente, domingo, durante toda la mañana el clérigo deambuló
cual muerto errante, celebró la eucaristía matinal de un modo frugal. A las doce del mediodía, después de misa, en
el instante que el sol de la manera más irrespetuosa calcinaba todo a su paso;
fue al parque y se tomó un sirope, luego subió a su balcón para leer la prensa. Y a las seis de tarde, cuando se preparaba
para tomar una aromática, se enteró por boca de Ligia, una vieja chismosa, una
de las que tanto murmuraban de él; que la guerrilla se había tomado al pueblo
de Las Delicias, destruyendo la alcaldía, el comando de policía, y que
conjuntamente al alcalde lo habían retenido; y de un modo triste allá había
perecido el teniente Valverde, al cual de una forma curiosa le faltaba una mano
y en sus bolsillos habían encontrado un paquete de cigarrillos. Como si todo lo hubiese visto en una ráfaga
de imágenes, el cura se estremeció. Él
mejor quiso prender la radio para oír las noticias, pero sólo escuchó un ruido
como de tapas de gaseosa rastrilladas por el piso. A las ocho de la noche como lo tenía habitual
Juan De Dios se incorporó en su cama; y cuando ya eran las doce de la noche o
la una de la mañana, no tenía la mayor certeza, él sintió el mismo correr de
botas por su casa, luego en la puerta de su cuarto este ruido se plantó, y oyó
el mismo silbido de la otra vez que le llamaba por su nombre. Esta voz de una manera suave le dijo: ¡Al pie de la puerta de su cuarto le pagamos
el favor! De inmediato el cura
sintió que esos pasos se retiraban corriendo.
El temor súbitamente invadió su cuerpo famélico, por esta razón se quedó
gélido en su cama, sin pegar la pestaña toda esa noche, pues ahora no sólo lo mortificaban
las ansias de fumar sino que también la sensación de miedo. Fue hasta la mañana siguiente que él recobró las
fuerzas con los rayos del sol que golpeaban su cara, entonces abrió la puerta y
al pie de ella encontró una decena de cigarrillos Piel roja al lado de una mano
derecha.
Hugo
Oquendo-Torres
07 de
Septiembre, 2009.